domingo, 3 de julio de 2016

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Como soy más pesado que una vaca en brazos cada vez que entramos en la ciudad vieja de Dubrovnik le recuerdo a Cecilia esa frase de Le Corbusier: "las rampas unen, las escaleras separan". Y es que hay dos caminos en la puerta principal (construida nada menos que en 1508) y una es una rampa para carromatos y otra una escalera para caminantes. Creo que Le Corbusier se refería a interiores pero no interesa saber la verdad.

Para huir de una tarde abrasadora nos fuimos a hacer parapente acuático. Te subes a una lancha rápida, te pones un salvavidas y un arnés, te enganchas a un paracaídas atado a la barca, el tipo acelera y sales disparado a ochenta metros de altura y sabe dios cuántos nudos por hora. El resultado es un vuelo apacible y limpio que uno disfruta de manera inmensa cuan gaviota feliz, por encima de acantilados y las copas más altas de las islas cercanas. Cecilia sonreía, yo sonreía, todos sonreían en aquel maldito parapente que lo único malo que tuvo es que se acabó. Esto es una breve nota de viaje pero por favor hagan esto alguna vez en su vida; es un desperdicio estar en el planeta y dejarlo pasar, no importa si tienen siete años o setenta.

De vuelta a la ciudad celebramos nuestro éxito total con una visita a los meaderos, un capuchino y un agua mineral. Fue entonces cuando nos fijamos en el azucarillo del café y resultó que lo había diseñado Cecilia meses atrás. ¿No es increíble? La recuerdo perfectamente en Nueva York pintando en casa mientras nevaba y la vida nos teleporta a Croacia.

Es la última noche antes de regresar así que me tomo un vino dálmata para despedirme del país. Cabernet con aroma un poco alcohólico aunque sabe bien, retrogusto afrutado, sin lágrima apenas.

Apenas.

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