El domingo cumpliré cuarenta años e indefectiblemente me sentiré mal. Me
encantaría ser especial y que me importase una mierda pero al final soy
como todo el mundo -humano- y resulta que no me quiero morir. Tendré mi
pataleta, para eso me la he ganado manteniéndome vivo todos estos años a
pesar de los buses en la India, la ola que me estrelló contra los
acantilados, el tarado que casi me mata en Nepal, aquel mal salto en la
piscina, el coche sin conductor que por poco me aplasta o mis
inumerables intentos de romperme la crisma en la sierra: todo ha ido
bien. Lo mejor y lo peor es que es irrelevante porque sólo cuenta el
presente, así que la vida -en este instante- es sudor, dolor de pies,
sonido de ventiladores, gafas sucias, una pizca de sed y sueño y, en un
abrir y cerrar de ojos será pasta de dientes, colchón del ikea y esa
semioscuridad que sólo tienen las noches de Nueva York. Me dormiré y el
laberinto de fachadas, escaleras, asfalto, ladrillo, cristales, acero,
más calles coches camas colchones luces bombillas cables viento hojas
una bandera antenas nube nube nube viento y luego el vacío y las
estrellas y no importa lo lejos que viajes no habrá escapatoria y
cumplirás esos cuarenta, quien sabe si la mitad del juego.
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