Por aquel entonces tenías la costumbre de bajar por la Tercera hasta tu casa. Por algún motivo que nunca llegaste a descubrir del todo, solías mirar desde lejos la ventana de tu habitación tratando de ver si había alguna luz encendida, una silueta en la ventana o incluso una figura anónima en el balcón. Imaginabas el sobresalto en el corazón, los nervios, la carrera a una cabina de teléfonos, la torpe búsqueda de unas monedas, el atroz descubrimiento de tu ignorancia sobre los números de emergencias para, por fin, conseguir contactar con la policía. La subida en el ascensor, rodeado de agentes, todos mirando arriba intrigadísimos, las manos llenas de pistolas y linternas y radios, hasta la última planta que os ignoraría con su runrún de siempre, patadazo en la puerta y manos en alto, ojos desencajados, apretando los labios, entrarías en tu espacio para descubrir a los nuevos habitantes de tu apartamento. Pero la pieza estaría vacía; porque siempre lo estaba.
Y esas eran tus fantasías por aquel entonces. Luego cruzabas la calle con cuidado para que no te atropellase un coche, real o no.
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