Vagando por Montparnasse me encuentro con un cementerio que me lleva de vuelta a Buenos Aires y aquellos paseos por la Recoleta. Sé que es al revés -el estilo es francés, no argentino- pero me importa un bledo. Paseo de manera un tanto incierta hasta que, casi sin querer, encuentro la tumba de Julio Cortázar, mil novecientos ochenta y cuatro (¿qué demonios hacía yo en ese año?). Estoy en silencio, gafas de sol, bolso, cámara de fotos guardada, manos en los bolsillos, bufanda, barba de dos semanas, sin peinar, pies cansados, no es mi mejor momento de ánimo, algo de apetito, labios secos, sin problemas de salud, treinta y dos años cumplidos, sin novia declarada, sin novia sin declarar, en paz con Hacienda, trabajo estable sin aspiraciones de ascenso, casa alquilada, amigos en abundancia, padres vivos, dos hermanos, feliz según temporada, y allí, delante de él, con un ejemplar de Rayuela encima, ateo perdido y conteniendo las ganas de pensar unas palabras que le lleguen, de alguna forma; y cumplo el rito antiguo de dejarle una ofrenda, un simple caramelo que llevaba en el bolsillo.
Me voy paseando fingiendo cierta indiferencia, no sé qué significa ese caramelo de menta. Siempre que estoy en un cementerio se me da por pensar que la vida es algo muy raro. Pasa vertiginosamente hasta un silencio absurdo.
1 comentario:
Veo el caramelo blanco de menta,jeje.
Quizás signifique gratitud por haber existido, por haber escrito lo que escribió, admiración.
Una vez escribí:
Quisiera escribir como Lila
quisiera escribir como Borges,
Dios perdone tamaña ambición,
con el alma pendiendo de una tecla
con la ilusión de conocer Ginebra
y llevarle una rosa blanca
y pedirle que mude en mi alma
algo de su alma de escritor.
Quizás tu caramelo de menta sea algo así como mi rosa blanca. :)
N.
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