Después de la visita a La Verna, que es una cueva bestial en el Pirineo francés, no consigo quitarme la sensación de que están un poco locos. Y me explico: vas a su web y te ofrecen un paseo “deportivo” de dos horas, sin explicar nada al respecto, que es guay, que llegues un rato antes y blablabla.
Luego cuando te personas allí tras una ruta maravilla por el puerto de montaña (la garganta de Kakuetta es famosa por quitar el hipo, aunque está cerrada por el virus) descubres que el guía es un espeleólogo demente, humorista fracasado, temerario y básicamente idiota que va a ser el encargado de que no te mates.
Y es que lo que sucede luego no es un paseo. Te dan un casco, un auricular y una palmada en el culete. Y padentro.
Yo que voy para viejo ya he estado en muchas cuevas; lo normal es que camines un rato pensando en Platón, admires las florituras naturales, te asomes por algún pozo o chimenea, evites tocar estalagmitas y santas pascuas.
No en la Verna.
Aquí todo va así cuando de repente el loco os saca del camino y se mete por un río subterráneo por el que va saltando de roca en roca. Si fallas, caes a una catarata de aguas frías y probablemente mueres. Sobra decir que está resbaladizo y no hay la menor ayuda. A lo Julio Verne, como si fueses el primero que pasa por allí.
Luego avanzas dejándote las uñas por unas paredes inclinadas con pedrolones puntiagudos abajo; no es que sean letales pero dan de sobra para romperte todo. Tampoco hay seguridad del menor tipo y ojo que si te quedas sin luz tampoco hay de emergencia. Además al tarado le encanta dejaros a oscuras, cosa que hizo dos o tres veces.
Cuando tu cuerpo ya te tiene chutado de adrenalina y crees que puedes con todo a pesar de que la mascarilla no te deja respirar, empieza lo peor: un descenso por la gigantesca sala (que es la mayor del mundo y en la que cabe Notredame con holgura, y más ahora sin el pirulo) con una cuerdecita y una pendiente de 70 o 75 grados. Si te sueltas mueres. Si resbalas también porque ni llevas guantes ni arnés ni nada.
Por tramos acabas gateando por la piedra y el lodo por tu propio bien. Tres personas del grupo se hostiaron con suerte, es decir que siguieron de una pieza sin nada roto, lo que me pareció un milagro.
A todo esto, mientras tanto el guía iba delante a su ritmo sin esperar a Jesucristo ni ayudar a nadie, haciendo chistes en francoespanish y narrando quién había muerto allí en qué año. Ni se enteró de los heridos. El grupo era de unos doce y que yo viese sólo una mujer vasca se molestaba en ayudar.
La grande llegó al final cuando había que subir todo lo descendido pero sin cuerda en unas paredes de cueva embarradas y pedregosas. A mitad de subida hice un Edith (todos la conocen como mujer de Lot, pero la chica tiene nombre) y miré atrás. Me cagué en la puta, un abismo oscuro y terrible aguardaba al infeliz que diese el menor traspié.
Inexplicablemente llegamos arriba sanos y salvos. Admiramos la caverna por última vez (es tan grande que hasta volaron en ella un globo aerostático hace unos años, con 194 metros de altura y 245 de ancho) y nos piramos aliviados.
Ceci acabó embarrada. Coco, a todo esto, había ido todo el rato conmigo en su saquito. Sospecho que es el primer perro que baja allí.
Huimos despavoridos en el coche. Íbamos solos por la montaña pensando en la cueva cuando nos envolvió una niebla densísima que nos obligó a ir a 15 por hora. Tuvimos que parar un par de veces porque había vacas que cruzaban serenamente la carretera, se escuchaban sus cencerros en la bruma.
Una hora así y dejamos la niebla atrás. Paramos a respirar en el siguiente pueblo donde resultó que había una fiesta local vasca. Hicimos lo más humano tras pasar miedo que es comerse un buen asado de cordero.
Y así fue.
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