Mochila en la espalda esperábamos en la Gare de Lyon el tren que nos llevaría a Annecy. Dijeron que había retraso, creo que un cable se había quemado y a la mierda. Aburridos, bebimos agua mineral a tragos cortos sentados en el suelo. Exploramos la sección 1, hablamos con los guardias y mantuvimos una cabal vigilancia sobre la pantalla de salidas, al igual que las otras cuatrocientas personas que nos rodeaban. En un momento dado vi un piano cerca de unos asientos. Un señor negro estaba sentado en la butaca y tocaba con torpeza un par de teclas. Su mirada al vacío.
Pin. Pin. Pin. Piiiin.
Me coloqué a la orilla del piano y me quedé quieto unos minutos.
Pin. Pin. Pin.
El tipo fingía que no me veía pero claramente empezó a sentir la presión.
Pin.
Vale, finalmente con gesto agobiado se levantó del asiento y se apartó con cierta timidez. Sonreí y me senté. El pobre piano estaba muy desafinado, rozando lo roto. Intenté una melodía sencilla mezclando segundas menores y aumentadas, algo que amenizase la espera sin pretensiones.
Pero llevaba apenas unas frases cuando inopinadamente oí una nota agudísima que no era mía.
Pin. Pin. Pin.
El tipo, escorado al borde, tocaba una de las últimas teclas haciéndose el distraído. Seguí tocando como si nada.
De nuevo. Pin. Piiiin. Por supuesto.
Y por un instante pensé que su nota interrumpida era quizás una llamada de socorro en morse, una petición de ayuda, una inspiración inaplazable, un canto a lo efímero, una ilusión de esperanza, una disonancia fruto de la dialéctica fallida entre dos humanos que no hablan el mismo idioma, que no viven en la misma ciudad, ni el mismo país, que comen cosas diferentes, que nacieron en años dispares en circunstancias lejanas irreconciliables, viajeros del espacio y del tiempo que se cruzan en un único parpadeo en forma de do agudo, en la séptima octava de un piano en una estación de París.
O quizás sólo quería tocar los cojones.
Pin. Pin. Pin. Piiiin.
Me coloqué a la orilla del piano y me quedé quieto unos minutos.
Pin. Pin. Pin.
El tipo fingía que no me veía pero claramente empezó a sentir la presión.
Pin.
Vale, finalmente con gesto agobiado se levantó del asiento y se apartó con cierta timidez. Sonreí y me senté. El pobre piano estaba muy desafinado, rozando lo roto. Intenté una melodía sencilla mezclando segundas menores y aumentadas, algo que amenizase la espera sin pretensiones.
Pero llevaba apenas unas frases cuando inopinadamente oí una nota agudísima que no era mía.
Pin. Pin. Pin.
El tipo, escorado al borde, tocaba una de las últimas teclas haciéndose el distraído. Seguí tocando como si nada.
De nuevo. Pin. Piiiin. Por supuesto.
Y por un instante pensé que su nota interrumpida era quizás una llamada de socorro en morse, una petición de ayuda, una inspiración inaplazable, un canto a lo efímero, una ilusión de esperanza, una disonancia fruto de la dialéctica fallida entre dos humanos que no hablan el mismo idioma, que no viven en la misma ciudad, ni el mismo país, que comen cosas diferentes, que nacieron en años dispares en circunstancias lejanas irreconciliables, viajeros del espacio y del tiempo que se cruzan en un único parpadeo en forma de do agudo, en la séptima octava de un piano en una estación de París.
O quizás sólo quería tocar los cojones.
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