La mañana del 8 de enero del año 1877 un oficial de policía de la ciudad de Nueva York llamado John McDowell se encontraba haciendo su ronda en la zona de Hell's Kitchen. Fue entonces cuando vio que alguien estaba robando en una licorería, la Courtney’s Liquor Store. John intentó atrapar a los ladrones pero a cambio se llevó un tiro. Tuvo suerte, sólo le volaron la oreja izquierda y encima consiguió detener a uno de ellos, un tarado llamado George Flint.
A pesar del disparo recibido el señor McDowell se recuperó un tiempo después (aunque sin oreja, obvio). Como reconocimiento al valor el Departamento de Policía (NYPD) buscó a un artista que diseñase una medalla y acabó por realizar el encargo a un tal Louis Comfort Tiffany que trabajaba para la empresa de su padre llamada Tiffany & Co. Años después de diseñar esto, Louis se haría famoso por sus lámparas, la joyería y por el cristal favrile que inventó, entre otras cosas.
Aquella insignia diseñada por el señor Tiffany no pasó desapercibida y en 1909 uno de los equipos de baseball locales, los Highlanders, empezaron a usarlo como logo en sus uniformes. En 1913 cambiaron su nombre por el que todos conocemos, es decir, los Yankees.
No tengo ni la menor idea de cómo la imagen de un equipo de baseball americano llegó a colarse en mi infancia en Galicia; lo que recuerdo es que exhibían una gorra azul con el famoso logo en blanco en una tienda de deportes frente a mi colegio y me traía loco. Cada día me paraba en el escaparate a mirarla pero era cara y jamás pude ahorrar para comprarla. Pero no la olvidé; años después -ya pasados los veinte- una chica con la que salía me sugirió que fuésemos a Portugal de viaje veraniego, esto significaba playa, vino verde y bocatas de sardinas en plan cutre. Fue entonces cuando por fin me compré mi primera gorra de los Yankees. Dos pájaros de un tiro: protegerse del sol y cumplir un sueño. En fin, bajamos en tren a Vila Praia de Âncora desde Santiago de Compostela y aquel primer día olvidé la dichosa gorra en el tren. Sin comentarios.
Mi segunda gorra de los Yankees la tuve años después. La compré en Madrid, era azul gastada con el logo de Tiffany en negro, para ir a Cuba. Me habían dicho que en el Caribe el sol era infernal e hice lo propio. Volé. Aterricé. Dejé las cosas en una casa/hotel. Salí a la calle a hacer fotos -con mi gorra puesta- y según giré la primera esquina vi a un grupo de niños jugando al baloncesto con unas bolsas de plástico atadas a modo de pelota. Aquello ni botaba pero se lo pasaban bien. Me quedé mirándoles y me sentí mal con mi cámara de cuatro mil dólares colgando a un lado. Uno de los niños se acercó y me preguntó si le regalaba mi gorra. Por supuesto, se la di sin dudar aunque le quedaba grande.
Compré mi tercera gorra de los Yankees antes de ir a Tanzania con mi hermano. Hace mucho sol en la sabana, dijeron, y era cierto. Volamos desde España a Etiopía y yo con mi gorra. Desde Adís Abeba, a Tanzania. Aterrizamos en la ciudad equivocada (esa es otra historia) y tuvimos que coger un ferry en Dar es Salaam para llegar a Zanzíbar. A pesar del ramadán y que no podíamos comer en público estaba feliz y le dije a Javi que salía a popa a hacer fotos del Índico. El mar estaba precioso. Pero bueno, el ferry iba muy rápido y mi gorra salió volando y se perdió en las aguas.
Uno de los motivos por los que vine en persona a Nueva York fue para comprar mi cuarta -y última- gorra de los Yankees. Con ella viajé a muchos países por todas partes del mundo y me pasó de todo. Últimamente en la propia Manhattan nunca la llevo puesta desde que descubrí que me da vergüenza.
Ahora uso una de Columbia.
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