ACTO 1
-¿Cuánto nos va a costar la carrera?
-Tengo que preguntar.
El taxista no duda en sacar un walkie-talkie mientras sale del aparcamiento usando el volante con una sola mano temblorosa. Tiene la voz rota, cortada, como de un afónico perpetuo. Me fijo en él: aparenta sesenta y muchos mal llevados, la piel entre rosada y curtida, sin asear, con restos de pelo engominados y peinados hacia atrás.
-Tengo a dos personas que val al 250 ¿cuánto les cobro?
Salvo un zumbido no hay respuesta ni taxímetro, de forma que dice inclinando la cabeza:
-Miren, serán como diez dólares. Más cuatro por ser dos.
-Vale, está bien.
Unos instantes de silencio mezclados con el ronroneo del coche automático y el sonido de la calefacción a tope. Empiezo a sudar.
-¿De dónde son ustedes?
-De Argentina y España. ¿Y usted? ¿Es de aquí?
-No, soy de Northport. Donde viven los ricos, ustedes saben. Bueno, también hay gente pobre que vive en casas pequeñas y sirve a los ricos y yo soy uno de esos.
Más silencio y aire acondicionado.
-¿Saben? Yo también viajé una vez. Fui a las Bahamas. Recuerdo que al llegar bajé del hotel y me tomé una copa. Allí conocí a un tipo que acababa de perder doce mil dólares en el casino. De modo que acabé mi bebida, me di un baño en el mar, fui a zamparme una buena cena y tras todo eso me planté en el casino porque ya había sido un buen día y nada podía arruinarlo.
-¿Y tuvo usted suerte?
-Conduzco un taxi ¿usted qué cree?
-Ya.
-Además, tengo esa manía de comer a diario.
-Si, yo también.
-Es contagioso, como diría mi mujer -Un instante de duda, como que recuerda algo- La pobre tiene cáncer.
-Vaya, lo lamento.
-Ya es la segunda vez que paso por esto. Mi primera esposa murió de un tumor y ahora vuelvo a estar en las mismas... ¡Ah! ya hemos llegado.
-Muchas gracias.
-Son catorce.
Le damos veinte, nos devuelve cuatro.
ACTO 2
Regresamos caminando por los barrios residenciales de casa jardín bandera tan típicos de los Estados Unidos, 4x4, cortadora de césped, no traspasar, cuidado perro, Dios bendiga América, Happy Christmas, Welcome, de tejados de dos y cuatro aguas, porche, muros de madera o fibrocemento, pérgolas y canastas de baloncesto en el garaje y más casas y casas y una iglesia a lo lejos y postes de la luz torcidos y un contenedor de agua gigante y bocas de riego y semáforos colgantes y no nos cruzamos con nadie en 29 minutos salvo una china en una pickup marca Ford. Llegamos a una calle de doble carril con delis filipinos, templos hindúes y sikh y muchos negocios de comida basura o para hacerse las uñas. También hay un Wendy's y talleres mecánicos y un diner de techo plateado en el que entramos a mear.
ACTO 3
Los diner nunca decepcionan y por $14.95 nos tomamos cuatro magdalenas, dos tostadas con mantequilla y mermelada de fresa y arándano, un café americano, un té con limón, unos huevos con patatas aplastadas, un sandwich doble de queso, ensalada de col y un pepinillo. Para completar el ambiente el suelo es de moqueta, sirven el café en jarras de cristal y los asientos en fila parecen sacados de una película de Clint Eastwood. Hay una máquina de discos y al fondo un cuadro que merece la hoguera más brillante. El lugar es tan espantoso que es bonito. La mujer que nos cobra lleva botas negras de tacón estilo mercadillo y es griega. Cierro los ojos y recuerdo en un milisegundo el barrio de Plaka, los perros, las calles desordenadas de Atenas oliendo a souvlaki bajo una brisa mediterránea, siendo verano, dos décadas atrás, cuando aún existían las Torres Gemelas y Nueva York era todavía un sueño.
-¿Cuánto nos va a costar la carrera?
-Tengo que preguntar.
El taxista no duda en sacar un walkie-talkie mientras sale del aparcamiento usando el volante con una sola mano temblorosa. Tiene la voz rota, cortada, como de un afónico perpetuo. Me fijo en él: aparenta sesenta y muchos mal llevados, la piel entre rosada y curtida, sin asear, con restos de pelo engominados y peinados hacia atrás.
-Tengo a dos personas que val al 250 ¿cuánto les cobro?
Salvo un zumbido no hay respuesta ni taxímetro, de forma que dice inclinando la cabeza:
-Miren, serán como diez dólares. Más cuatro por ser dos.
-Vale, está bien.
Unos instantes de silencio mezclados con el ronroneo del coche automático y el sonido de la calefacción a tope. Empiezo a sudar.
-¿De dónde son ustedes?
-De Argentina y España. ¿Y usted? ¿Es de aquí?
-No, soy de Northport. Donde viven los ricos, ustedes saben. Bueno, también hay gente pobre que vive en casas pequeñas y sirve a los ricos y yo soy uno de esos.
Más silencio y aire acondicionado.
-¿Saben? Yo también viajé una vez. Fui a las Bahamas. Recuerdo que al llegar bajé del hotel y me tomé una copa. Allí conocí a un tipo que acababa de perder doce mil dólares en el casino. De modo que acabé mi bebida, me di un baño en el mar, fui a zamparme una buena cena y tras todo eso me planté en el casino porque ya había sido un buen día y nada podía arruinarlo.
-¿Y tuvo usted suerte?
-Conduzco un taxi ¿usted qué cree?
-Ya.
-Además, tengo esa manía de comer a diario.
-Si, yo también.
-Es contagioso, como diría mi mujer -Un instante de duda, como que recuerda algo- La pobre tiene cáncer.
-Vaya, lo lamento.
-Ya es la segunda vez que paso por esto. Mi primera esposa murió de un tumor y ahora vuelvo a estar en las mismas... ¡Ah! ya hemos llegado.
-Muchas gracias.
-Son catorce.
Le damos veinte, nos devuelve cuatro.
ACTO 2
Regresamos caminando por los barrios residenciales de casa jardín bandera tan típicos de los Estados Unidos, 4x4, cortadora de césped, no traspasar, cuidado perro, Dios bendiga América, Happy Christmas, Welcome, de tejados de dos y cuatro aguas, porche, muros de madera o fibrocemento, pérgolas y canastas de baloncesto en el garaje y más casas y casas y una iglesia a lo lejos y postes de la luz torcidos y un contenedor de agua gigante y bocas de riego y semáforos colgantes y no nos cruzamos con nadie en 29 minutos salvo una china en una pickup marca Ford. Llegamos a una calle de doble carril con delis filipinos, templos hindúes y sikh y muchos negocios de comida basura o para hacerse las uñas. También hay un Wendy's y talleres mecánicos y un diner de techo plateado en el que entramos a mear.
ACTO 3
Los diner nunca decepcionan y por $14.95 nos tomamos cuatro magdalenas, dos tostadas con mantequilla y mermelada de fresa y arándano, un café americano, un té con limón, unos huevos con patatas aplastadas, un sandwich doble de queso, ensalada de col y un pepinillo. Para completar el ambiente el suelo es de moqueta, sirven el café en jarras de cristal y los asientos en fila parecen sacados de una película de Clint Eastwood. Hay una máquina de discos y al fondo un cuadro que merece la hoguera más brillante. El lugar es tan espantoso que es bonito. La mujer que nos cobra lleva botas negras de tacón estilo mercadillo y es griega. Cierro los ojos y recuerdo en un milisegundo el barrio de Plaka, los perros, las calles desordenadas de Atenas oliendo a souvlaki bajo una brisa mediterránea, siendo verano, dos décadas atrás, cuando aún existían las Torres Gemelas y Nueva York era todavía un sueño.