A pesar del orden y la calma milimétrica la ciudad de Tokio tiene un aire distópico, como de ciencia ficción de libro de bolsillo, que se observa en cientos de minúsculos detalles aquí y allá: en los cruces de las calles abarrotadas, en las cabinas de fumadores, en los siete policías ayudando a aparcar un camión o los borrachos de un lunes de madrugada en Shibuya que no dan para más, en las marcas del suelo en los andenes que te marcan por dónde ha de fluir la cola de acceso a los vagones de tren o las vistas a 201 metros de altura desde las torres del edificio de gobierno de la ciudad que dan cuenta de un interminable laberinto humano de emociones contenidas, cableado, tejados desordenados, tangencias, parques, autopistas, rascacielos y millones de personas con mascarillas blancas, teléfonos inteligentes, taxis de puertas automáticas (se conduce por la izquierda, al estilo inglés), restaurantes reducidos y falta de sueño. Todo encaja demasiado bien, como si hubiese sido planeado de antemano e incluso un despiste tuviese sus horarios o existiese una cuota de personas ya identificada que está aparte del canon, un 0'71% de inadaptados, gente que no entiende que no existan papeleras o que sea incapaz de ver el orden en el caos y viceversa. Y por encima de todo una capa de buena educación, modales estipulados, uniformas de hacer las cosas de siempre como un saludo, la trayectoria estipulada para dar un billete, poner los palillos, los decibelios de ruido al comer o el ir en el metro guardando silencio.
Mi forma de ser occidental y gallega me invita al amable desconcierto y respiro aliviado cada vez que abro la mochila y no hay dios que encuentre nada.
Mi forma de ser occidental y gallega me invita al amable desconcierto y respiro aliviado cada vez que abro la mochila y no hay dios que encuentre nada.