Cuando ibas al trabajo lo hacías en tren. Solías salir de casa en la
calle 36 y caminar por la avenida Madison hasta la 42 y girar hasta
Grand Central. Te gustaban aquellas calles larguísimas donde la gente y
los coches y las ventanas formaban un mosaico extraño pero, sobre todo,
te encantaba entrar en la estación: sus techos altos, sus capiteles y
aquel crudo y amargo contraste de turistas, colas, gente trajeada
corriendo ocupadísima, personas perdidas y pobres sin techo durmiendo en
el suelo y rebuscando en la basura.
El propio edificio -si lo mirabas más de cerca- ilustraba aquel mundo loco bipolar. Las bóvedas brillaban reflejadas en los suelos de mármol, los arcos eran majestuosos y una luz invisible y bonita entraba por las vidrieras gigantes; pero por debajo, en las entrañas de la estación, estaba el subsuelo oscuro y abrasador de las vías negras con basura acumulada, muros rotos podridos tiznados, columnas mal orientadas y cimientos pesados que se perdían en la vista de túneles y pasadizos de aire aceitoso.
Era bonito y feo a la vez.
El propio edificio -si lo mirabas más de cerca- ilustraba aquel mundo loco bipolar. Las bóvedas brillaban reflejadas en los suelos de mármol, los arcos eran majestuosos y una luz invisible y bonita entraba por las vidrieras gigantes; pero por debajo, en las entrañas de la estación, estaba el subsuelo oscuro y abrasador de las vías negras con basura acumulada, muros rotos podridos tiznados, columnas mal orientadas y cimientos pesados que se perdían en la vista de túneles y pasadizos de aire aceitoso.
Era bonito y feo a la vez.
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