Justo cuando cerrabas la puerta de casa solía pasar un tren a lo lejos
por la línea del Hudson. Bajabas por las escaleras malolientes con
restos de bocadillos por el suelo, condones, un escupitajo de sangre
seca en la pared y peste a orina humana. En las películas tenían su
encanto aquellas cosas -pensabas- pero la realidad era diferente. ¿Lo
era? Quizás no, porque en el fondo te daba igual. Por la calle cruzabas
entre los negros tullidos de pocos dientes sentados ya temprano frente a
la tienda de licores, que traducida así sonaba raro. Liquor store, sin
nombre, aunque seguro que sería Jimmy's o algo típico de novela
americana, como nos vemos en Jackson Junior's, Flushing, Yonkers, 125th o
le dispararon en la 2ª. Fantaseando, llegaste al tren. En los ochenta
cuando pasaba por Harlem ese mismo apagaba las luces para que no se
distinguiesen a las personas de dentro y no disparasen a los blancos
desde las ventanas de los edificios vecinos. Y tú allí, subiendo las
escaleras de la estación mugrienta, oscura, mucho más que rota. Llegaste
arriba y dos judíos evitaron tu mirada. Al lado una rubia se
maquillaba. Caminaste el andén mientras entraba un express que iba a
Grand Central de modo que durante un instante estaba pasando un tren a
cada lado y todo era movimiento, urgencia, aire, corbatas levantadas,
caras durmientes borrosas, reflejos rebotando entre vagones, luz
misteriosa, vidas que pasaban e iban y se cruzaban y en medio una paloma
asustada de ojos locos que no sabía dónde aterrizar entre latigazos de
sombra porque las columnas de hierro forjado tenían pinchos anticaca,
como solías llamarles. Pasaron los trenes, a lo lejos sonaba un barco
bajo el puente del Bronx.
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