jueves, 22 de diciembre de 2011

Harlem

Recuerdas que al bajar del tren escuchaste los gritos en la calle y te pareció normal. Quizás dos meses antes te habrías asomado al rellano de la estación para comprobar que todo estaba bien pero no eran más que gritos pronunciados a lo máximo que dan los pulmones de un humano. Se escuchaba una réplica así que todo iba bien. Porque en Harlem lo peligroso es el silencio, no el ruido, y si alguien hace daño de veras el resultado es mudo. Pensando en eso bajaste las bonitas escaleras de la ciento veinticinco que tienen como adornos y espirales que dan cuenta de un pasado mejor -que no es verdad, lo sabías- y llegaste bajo ese puente donde todos los días veías mendigos con sus carritos y sus chepas y sus caras deformadas y su ausencia de dientes y te preguntaste, como aún lo haces a veces, por el feísmo de los pobres, y cómo es eso que los ricos casi siempre parecen guapos, por mucho asco que te diese la gomina y los Armani, y sin embargo hay tanto horror en los barrios humildes, y no hablamos de olores o ropa, hablamos de cosas que no se deciden, el color de los ojos, la simetría de la cara, la forma de los huesos, la estatura, esas cosas, y en tu cabeza no entraba ninguna explicación plausible que calmase la cuestión ni lo hizo en mucho tiempo. Bajo el puente, recuerdas, dos coches acababan de estrellarse y había un clásico episodio de furia al volante, gritos, insultos, saliva incontrolada, atasco, claxon, y no te habría sorprendido que mediase en todo aquello uno o dos bates de béisbol, pero tampoco era tu asunto así que cruzaste la calle mirando un neón que anunciaba cappuccinos en la esquina y pensabas en el cacao y en no acabar bajo las ruedas de uno de aquellos Ford amarillos. Ya en la acera te cubriste de la llovizna con el abrigo y caminaste con una prisa fingida que no te llevaba a ninguna parte, te cruzaste con dos o tres desfigurados, un yonqui, un vendedor de comidad Halal que repartía falafeles a dos dólares noventa y nueve centavos, un poli gordo con estos cinturones llenos de cosas léase pistola, linterna, bloc de notas, libro de multas, gafas de sol, esposas, porra, espray y varios cargadores, vamos un absurdo, y tras eso la esquina de Lexington con la bajada del metro, unos pocos paraplégicos allí refugiados de la lluvia, unos negros mirándole el culo descaradamente a dos mulatas que salían de una pizzería con pelucas rubias y jeans ajustados tres o cuatro tallas por debajo de lo ranozablemente sano, una mujer sin dientes discutiendo con un tipo de dos metros diez que no le quería dar una bolsa y ella le apuntaba con el dedo como si un poder ineludible le fuese a devolver la bolsa -y su contenido enigmático-, y cruzaste la calle de nuevo en ese ritmo de ciudad que nunca se detenía -no por aquel entonces-, bajo una farola rota, y te perdiste en el barrio, basura acumulada de siete y siete de la tarde, una hora fea -te dijiste a tí mismo-, de barrio pobre, quizás.

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