martes, 27 de septiembre de 2011

otra idea que se pierde

Morir así de repente, sin previo aviso; en una escalera cualquiera, un martes o un miércoles -que por algún motivo parecen menos dignos que un sábado o un domingo, serios y honrados-, a las tres y doce de la tarde -en plena digestión-, invierno u otoño -noviembre también es un mes menor, no hay razón pero lo es-, calcetines del revés, cara de idiota, mirada al vacío, con un gesto final que suena a sarcasmo, muy impropio de un velatorio, hombros caídos que no hay traje que los arregle, mala barba, gafas sucias, un moratón enigmático en el pecho desnudo, dos notas vagas en el bolsillo izquierdo, ciento cinco dólares en la cartera, una tarjeta de crédito, el carnét de una biblioteca americana donde no hay libros de T.S. Elliot, una goma de borrar, tres llaves, un teléfono roto en trozos bonitos -según quien opine-, dos cuentas de banco en su haber, sin hipoteca ni hijos ni enemigos aparentes -aparte del mundo-, y esos dos últimos segundos de silencio vidrioso en el que pasa fugazmente una idea que dice, más bien piensa, algo que nunca sabremos porque no hay ciencia que nos cuente ese eco irrelevante en la historia de un planeta que flota en la nada girando en torno a un sol aleatorio, uno de tantos

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