Al bajar del avión el primer día me impregnó un halo súbito de aire húmedo que no me abandonó hasta terminar la ruta, un par de semanas después. Aunque no era el viaje que siempre hubiera soñado, sí lo fue el destino, y en ese momento estar allí bastaba. Mucho menos lo era el modo, la compañía, y lo irreal que se me mostrara el mundo bajo el prisma de lo organizado. No obstante, fue tras bajar las escaleras del segundo avión cuando empecé a poder gozar de lo que veían mis ojos. De la gente no tiznada por el turista (o no tanto), de la espontaneidad del niño que te mira con la misma sorpresa con la que tu tratas de inmortalizarle con la cámara, de las calles caóticas, de la aparente calma que se respira en sus pasos. Y del olor, aunque distante, de las cumbres más altas
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Al bajar del avión el primer día me impregnó un halo súbito de aire húmedo que no me abandonó hasta terminar la ruta, un par de semanas después. Aunque no era el viaje que siempre hubiera soñado, sí lo fue el destino, y en ese momento estar allí bastaba. Mucho menos lo era el modo, la compañía, y lo irreal que se me mostrara el mundo bajo el prisma de lo organizado.
No obstante, fue tras bajar las escaleras del segundo avión cuando empecé a poder gozar de lo que veían mis ojos. De la gente no tiznada por el turista (o no tanto), de la espontaneidad del niño que te mira con la misma sorpresa con la que tu tratas de inmortalizarle con la cámara, de las calles caóticas, de la aparente calma que se respira en sus pasos.
Y del olor, aunque distante, de las cumbres más altas
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