A pesar de la brisa del mar y la arena fina, aquella playa cubana no olía a océano. Sentado en la toalla a solas cerraste los ojos y aspiraste hasta llenarte los pulmones y percibiste lejos un bouquet de rocas atlánticas mezclado con algo de maderas a la deriva, y quizás se adivinaba un minúsculo rastro de palmeras cocoteras y dunas y vegetación agostada. El verde turquesa caribeño estaba allí presente ante tus ojos como un horizonte plácido y calmo, obviamente líquido e irreal.
Te encontrabas a la sombra estrellada de una palmera, protegido del sol vertical matagallegos, cuando te percataste de la presencia de un señor silencioso en la base del tronco del árbol. Parecía forastero, quizás holandés o polaco o noruego-finés. Llevaba una gorra de lona y barba de tres días que le daban aspecto de recién despedido o persona en estado de crisis. Le dejaste en paz, pero mientras dibujabas la playa en aras del recuerdo no pudiste apartarle del pensamiento. Aquel señor, al igual que tú, al igual que todos, había dormido aquella noche y todas las noches en algún lugar. Tenía padres, vivos o muertos, conocidos o no. Seguramente amigos, dinero, algún lugar donde vivir, un oficio, anhelos, penas, secretos, misterios y una opinión sobre la pizza o la comida picante. Creía en algún dios, detestaba cosas, recordaba algún libro y admiraba a alguien -aunque no lo admitiese-. También tenía un nombre y una historia, sus antepasados quizás fuesen de la Eurasia o africanos o llegados de la isla de Pascua. El señor se levantó y se fue (con su historia).
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En el camino de ida a la playa viste a un chico negro joven guapo que iba con una señora rusa de nombre Svetlana, bastante mayor que él, baja, de pelo corto rubio. No hablaban. Parecía uno de esos casos de turismo sexual, quien sabe. El caso es que cuando acabó el viaje un americano que viajaba en grupo expresó su opinión sobre la pareja en alto. Dijo algo como que "era como una prostituta con un viejo, pero al revés". Te pareció injusto (como dijo el buen Bertrand Russell ya en su tiempo) que los que suelen ser juzgados como inmorales son las personas que venden su cuerpo y mucho menos los que utilizan su dinero para comprar a otra persona.
Por la tarde junto a un café pensaste en ello y quizás el chico negro, al igual que el hombre de la palmera, tuviese su historia y durmiese en algún sitio aquella noche. Y tuviese su opinión sobre la pizza y el picante. También Svetlana e incluso el americano maleducado carente de tacto. Todos tuvimos un motivo para hacer lo que hicimos, siempre. Cada uno de nuestros actos, desde los que consideramos importantísimos a los mecánicos (como rascarse una oreja), fueron precedidos de un pensamiento residual consecuencia de algo que a su vez vino de otra cosa y muchas, mezcladas, y que te llevó precisamente aquel día, en aquel instante concreto y no otro, a sonreír a un extraño que se cruzó contigo en la puerta del retrete espantoso de un bar de playa en Cuba, rodeados de palmeras y arena caliente y brisa marina que no olía a océano. Recuerdas que mientras aguantabas la respiración en el lavabo te sentiste abrumado por la maraña de ideas y por la posible conclusión de que ni la bondad ni la maldad existían realmente.
Y te mantuviste en aquella opinión hasta que volviste a leer un periódico.
Te encontrabas a la sombra estrellada de una palmera, protegido del sol vertical matagallegos, cuando te percataste de la presencia de un señor silencioso en la base del tronco del árbol. Parecía forastero, quizás holandés o polaco o noruego-finés. Llevaba una gorra de lona y barba de tres días que le daban aspecto de recién despedido o persona en estado de crisis. Le dejaste en paz, pero mientras dibujabas la playa en aras del recuerdo no pudiste apartarle del pensamiento. Aquel señor, al igual que tú, al igual que todos, había dormido aquella noche y todas las noches en algún lugar. Tenía padres, vivos o muertos, conocidos o no. Seguramente amigos, dinero, algún lugar donde vivir, un oficio, anhelos, penas, secretos, misterios y una opinión sobre la pizza o la comida picante. Creía en algún dios, detestaba cosas, recordaba algún libro y admiraba a alguien -aunque no lo admitiese-. También tenía un nombre y una historia, sus antepasados quizás fuesen de la Eurasia o africanos o llegados de la isla de Pascua. El señor se levantó y se fue (con su historia).
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En el camino de ida a la playa viste a un chico negro joven guapo que iba con una señora rusa de nombre Svetlana, bastante mayor que él, baja, de pelo corto rubio. No hablaban. Parecía uno de esos casos de turismo sexual, quien sabe. El caso es que cuando acabó el viaje un americano que viajaba en grupo expresó su opinión sobre la pareja en alto. Dijo algo como que "era como una prostituta con un viejo, pero al revés". Te pareció injusto (como dijo el buen Bertrand Russell ya en su tiempo) que los que suelen ser juzgados como inmorales son las personas que venden su cuerpo y mucho menos los que utilizan su dinero para comprar a otra persona.
Por la tarde junto a un café pensaste en ello y quizás el chico negro, al igual que el hombre de la palmera, tuviese su historia y durmiese en algún sitio aquella noche. Y tuviese su opinión sobre la pizza y el picante. También Svetlana e incluso el americano maleducado carente de tacto. Todos tuvimos un motivo para hacer lo que hicimos, siempre. Cada uno de nuestros actos, desde los que consideramos importantísimos a los mecánicos (como rascarse una oreja), fueron precedidos de un pensamiento residual consecuencia de algo que a su vez vino de otra cosa y muchas, mezcladas, y que te llevó precisamente aquel día, en aquel instante concreto y no otro, a sonreír a un extraño que se cruzó contigo en la puerta del retrete espantoso de un bar de playa en Cuba, rodeados de palmeras y arena caliente y brisa marina que no olía a océano. Recuerdas que mientras aguantabas la respiración en el lavabo te sentiste abrumado por la maraña de ideas y por la posible conclusión de que ni la bondad ni la maldad existían realmente.
Y te mantuviste en aquella opinión hasta que volviste a leer un periódico.